Mi gemido cortó la atmósfera; se me hacía imposible soportar todo en silencio, ocultarlo en mi interior. Acto seguido intenté callarme, pero no podía; una vez que había exteriorizado mis penas, parecían salir a borbotones incensurables de mi boca. Las lágrimas caían y formaban un pequeño manchón en mi pantalón. No sé cuánto tiempo pasó hasta que el charquito se secó, pero cuando me desperté el color estaba uniforme y sin ningún rastro de humedad.
Me levanté intentando disipar la nube de angustia que me apremiaba desde mi mente, pero no podía ver. Se cernía sobre mí un halo borroso que me impedía observar con claridad. Tanteando los muebles, me di real cuenta de lo vacía que estaba mi casa; era como si nunca me hubiera asentado del todo. Hacía más de tres años que habitaba ahí, pero sin embargo, las ganas de vivir en plenitud, no me habían atacado. Solía pasar horas tirada en la cama, esperando que llegara la sensación de alegría. De hecho, previo a todo comienzo de llanto, seguía contemplando el techo sin que ninguna señal apareciera, esperando eternamente. Eso es mi vida, una espera continua.
Me tropecé con algo amorfo y decidí reposar en el piso. Estaba frío, no me había dado cuenta que era de mármol. Esperé hasta que pasó el tiempo suficiente para darme cuenta que mi espera había llegado a su fin, que yo lo único que debía esperar, era la muerte.
[No sé qué escribí, sólo lo escribí, ni siquiera lo releí]
No hay comentarios:
Publicar un comentario