noviembre 04, 2009

Las voces del silencio

Las dos de la madrugada. Sólo se podía apreciar un bulto enrollado en sábanas, se movía rítmicamente, apenas para arriba, y después hacia abajo, respiraba acompasadamente. De pronto se sacudía. Se revolvía entre las mantas, temblaba y murmuraba, soñaba realidades pasadas.

Era de día, el sol de otoño calentaba los árboles y hacía sonreír a los civiles de aquel pueblito olvidado. Las cosas estaban raras, bastante turbias, un rayo tibio de luz quizás las mejoraba. Varios eventos complicados habían tenido lugar en esa época, la mayoría no albergaban solución ni causa. Era todo un misterio, y sólo parecía empeorar, cualquier atisbo de mejoría era bienvenido en las vidas de los habitantes, un día soleado podía ser el comienzo del fin de esa mala racha.

Se despertó agitado. Una mujer vestida de blanco le sonreía plásticamente desde la puerta, hablaba, pero él no entendía. Asintió como hacía siempre e intentó levantarse pero estaba atrapado en la cama, varias sábanas y colchas lo rodeaban, querían que se quedara reposando. Se dio por vencido y lentamente cayó en la paz de pensamientos inconclusos.

Realmente no sabía dónde estaba. Era blanco y silencioso. Todos gesticulaban, pero no emitían sonido alguno. Sólo escuchaba voces en sus recuerdos. Le gustaba tener flashes de su pasado, lo hacían sentir con vida, por momentos dudaba de su existencia. Las señales de que respiraba no le bastaban, porque justamente, eso era lo único que hacía: respirar y mirar. Su rutina consistía en dormir, despertarse, caminar por pasillos pálidos, salir al patio, observar las montañas, volver al living principal, mirar alguna película vacía y sin sentido y sentarse a soñar, para luego volver a acostarse y repetir el círculo una y otra vez. A veces el orden de las cosas se invertía, pero básicamente, constaba en eso, día tras día.

Y en ese momento, estaba sentado en el pasto, llenándose del paisaje que tenía en frente.

Las noches eran puro terror, lo único que restaba era rezar para que no ocurriera nada malo. Pero los pedidos no eran atendidos, simplemente se ignoraban. Ese día volvería a catalogarse como uno de los peores.

La niebla cubría las casas, escondía siluetas y creaba sombras inexistentes. Nadie miró que alguien se escabullía por la ventana de algún hogar, nadie escuchó los gritos, nadie percibió que una familia regalaba su último aliento al aire y nadie notó que el extraño disfrutaba con morboso placer su obra de arte: tres muertes más para añadir a su libro de felicidad. Las dejaba en la posición de encuentro, en la cama, en el baño, donde fuere; y se iba. Se marchaba, como si sólo fuera un viento apocalíptico, que pasa y se va, como si nada.

La sombra caminante se dirigía a su casa. Pero había algo raro. Escuchaba ciertos sonidos, por primera vez en su vida. Todo siempre fue silencio, pero, ¿qué eran esas ondas agudas, de desesperación infinita?. Desfilaba por un camino de tierra, intranquilo, se agarraba la cabeza, pero no podía sacar eso de su mente. No entendía. Dando tumbos, consiguió alejarse algún kilómetro de la escena del crimen, corrió hasta que se tropezó con una raíz. Cayó al suelo, pero no se levantó. Se acurrucó en posición fetal, entre las hojas y la niebla. Deseando dejar de oír voces, gritos, que cada vez aumentaban de volumen.

Empezó a temblar de frío y notó que el sol se había puesto sobre una cumbre. Era el crepúsculo, debía entrar, pero... se quedaría un rato más afuera.

La noche pasó y una mañana nublada le dio la bienvenida. Varias caras de horror lo miraban desde arriba, en un círculo, y él indefenso, vulnerable, no comprendía. Nunca comprendía.

Ahora todo era silencio, hacía que todo fuera terrorífico aún más que la noche anterior. Las caras debatían, y al fin, lo alzaron entre muchos para llevarlo a una ambulancia. Blanca. Justo como el lugar al cual fue a parar, el edificio pálido, vacío, donde escuchaba gritos en cualquier momento, y seguía sin entender.

¿Es que acaso existen las alucinaciones de sonido?

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